David y su "Teresa escrita en la playa"
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Sergio Román Armendáriz | Martes 23 de julio de 1985
Periódico La Nación, San José, Costa Rica, A.C.
Una muchacha reposa sobre la arena desnuda hasta que las olas borran el paisaje.
(Me refiero a un poema adolescente de David Ledesma Vázquez (1934-1961), autor de “Gris”, “Los días sucios”, “Teoría de la llama”, etc. quien obtuvo el Premio “Lírica Hispana” en Venezuela (1958). Es justísimo que su firma abra “La rosa de papel”, colección de poesía auspiciada por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas.)
Vuelvo a la imagen inicial. El olor del mar se ha ido transformando en un olor a periódico y tinta. La nostalgia me transporta a la querida imprenta del Colegio Nacional Vicente Rocafuerte, en Guayaquil, en mil novecientos cincuenta y tantos. Allí nos conocimos David y yo mientras corregíamos las pruebas de nuestros primeros versos.
El entrar en contacto con un público lector, aunque éste fuere doméstico, nos exaltaba. Manchar las hojas virginales con los rasgos y los colores de la edición era, para nosotros, un milagro parecido al de ordenar que los sueños se levanten y anden bajo el conjuro de la palabra.
Estábamos concluyendo nuestro bachillerato y aún traíamos esa transparencia de las escuelas católicas donde habíamos estudiado. David, en La Salle. Yo, en el Salesiano.
Nos hicimos amigos. Un par de vasos de cerveza en las carretillas del puerto y una discusión tropical acerca de Barba Jacob y César Vallejo, de la dramaturgia gringa ambientada en New Orleans y del proceso minero de Bolivia. Horas y sitios de tertulia. De esa manera sellamos una hermandad que se bordó con la libertad y la literatura y que, de alguna manera, continúa a pesar de su temprana muerte.
Le escuché decir sus composiciones. Recuerdo muy bien esa “Teresa…” suya hundiéndose en el atardecer, el corazón a flor de agua, el horizonte oceánico multiplicándose y evaporándose en ese fuego sin tregua de la poesía.
Aún me maravillan la fácil profundidad de sus metáforas, su capacidad de visualizar emociones, el metal de su melancolía y de su voz.
Después se marchó a Buenos Aires pero mantuvo puentes con la fraternidad, la historia y el arte que son, a fin de cuentas, la patria platónica de todos.
(Guayaquil era entonces una ciudad breve que se balanceaba entre la ría y el estero, el populismo y el radioteatro, el sabor del cacao y de la siesta.)
En la penumbra del exilio o en mi alma, al galope de años y kilómetros, acomodo lecturas y memorias para admirar la perfección y la humildad de este poeta quien, con el verbo, vuelve a grabar un nombre de mujer junto a la espuma.
Al azar le escuché decir que los elegidos de los dioses se desvanecen bellos y jóvenes, efímeros y eternos. Él tuvo ese don entre sus manos, al igual que una violenta fruta del paraíso. Al igual que Teresa.
(*) Artículo periodístico tipo viñeta o prosema